Anoche soñé. Anteanoche
también. Y anteanteanoche. Una cadencia de sueños por un riel de
viento.
Viajo. Viajaba. Viajo por
ese destino sin palabras.
Los pasajeros van. No soy
yo el vientre del tren. Los pasajeros, brumas de la soledad. No
sabemos si sueñan también. Soñaban.
Pero uno, sin ser
distinto a los otros, se acerca a mi ausencia. Y habla. Susurra una
profecía, débil. Una cadena de hojas, de ramas secas y el trino de
algún pájaro.
Y me dice:
─ Eras el cuerpo
tendido sobre un escenario. El público asiste al concurso del dolor.
La mitad de tu pelo, rapado. Los ojos muertos, para no ver la luz. Y
mientras el ogro tomaba de cada uno de tus pechos, carente de alma,
ganabas. El público proclama tu nombre. Exige saber el secreto. La
razón de aquel desplazamiento.
Contesto:
─Anteanoche soñé.
Y mañana soñaré otra vez.
Viajaba. Viajaré por
este destino sin palabras. Soy la falta. Seré la nada.
El tren sigue la marcha.
Los pasajeros andan. No sabemos si soñarán. El mensajero se abriga
un poco más con su mortaja. La capa inerte que lo salva del fuego. Y
desparece hacia el final del vagón, después de cerrar la puerta. Un
sonido metálico, de árboles sin savia, de tierra inerte, de vidas
invertebradas. El profeta no mira hacia atrás. Guarda en el pecho
que no tiene, los ecos de mi última voz.
Siendo el tren. Siendo
una hoja. Siendo una rama seca y todos los pájaros.
Soñaré en silencio la
vida. Soñaré sin cuerpo un mañana.
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