¿cuánto saben las
lombrices?
Desde abajo de las
piedritas, a ochenta centímetros, o tal vez menos, las lombrices no
escuchan, porque al parecer no tienen oídos. Tampoco ven, enredadas
en unos cuantos metros de tierra mojada que se extiende, como reino
subterráneo, cientos de pasos a la redonda. Son muchas, sordas,
ciegas, frías, gélidas, infinitas. Mundo de oscuridad, sobre sus
existencias se dibuja un camino que no es cualquier camino. Las
lombrices lo saben, porque se cuidan muy bien de no salir a la
superficie.
En ese paisaje, donde el
tiempo amenaza a sus habitantes con un transcurrir limitado, hay dos
hileras de álamos erguidos, sofisticados, casi como osamentas
crujientes testimoniando un pasado vivo que, de nos ser porque
proyectan sombras más largas que sus propios cuerpos, podrían
confundirse con cadáveres. Pero las sombras abandonan a los muertos;
eso hasta las lombrices lo entienden y por eso eligen ocultarse de la
luz.
Todos los colores han
emigrado también. Desde el ripio abundante que asfalta la calle
principal, duro, resistente y movedizo a la vez, hasta el pasto terco
y crespo que ya no crece, pero insiste en permanecer en su lugar, se
ven desgastados. El arco iris ya no alardea de su tradicional
espectro; ahora cuando llueve (y esto no sucede tan a menudo), en el
horizonte y detrás de las rejas que marcan la frontera de la
perspectiva, antes de que el camino pegue la vuelta, el sol refleja
un arco débil de amarillo, verde musgo, marrón y gris. Los rayos
blancos envuelven, acunan, adormecen, a todas las formas presentes,
dándoles un aspecto confuso, sin bordes, anestesiado. El alarido
embrollado de los pájaros, interrumpe lo estático de este lugar y,
como en un cuadro de William Turner, le imprime un grito desgarrador.
Todo es sereno, pero con la inquietud latente, amenazante. Cruza una
bandada de pájaros negros, marcando una raya contrastada en el
cielo. Al rato otra. Y entre ruido y ruido, el canto monocorde de una
palomita torcaza.
El olor es frío cuando
penetra por la nariz de la mujer pelirroja que se congela en su
andar. Es tajante en el primer contacto, tibio cuando empieza a
mezclarse con el aliento que cocina el organismo. Cualquier baqueano
en bicicleta podría confundirla, desde lejos, con una reina de las
aves; la indumentaria oscura: una figura uniforme, sombría, que
oculta sus inmensas alas de plumas bajo la discreción de la lana.
Ana camina, habituada al entorno. Conoce la ruta y cada sensación
que le provoca su recorrido. Por eso no duda a la hora de escapar a
la siesta de cada tarde para zambullirse en su imaginación. Atraviesa
ese túnel, que dejó de ser un simple campo lindero hace algo más
de veinte años atrás, para convertirse en patrimonio de su
fantasía. Las lombrices son cómplices de su ilusión y, desde sus
ojos invisibles, la acompañan en el juego. Ana lo sabe, por eso se
cuida muy bien de no pisar ninguna en el trayecto, antes de pegar la
vuelta y toparse con la tranquera de la casa de los abuelos. Ahí
donde termina esta historia y empieza otra.
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