Todas las soledades se
inventaron en este pueblo. Es así, como le digo, aunque no me lo
quiera creer. Yo podría contarle mil y un historias diferentes, pero
todas tendrían, al final, el mismo sabor a polvo, el mismo olor a
calamares abandonados en un canasto.
A mi no me gusta hablar.
O no con cualquiera, mejor dicho. Se me hace que hay gentes que ponen
los oídos y los ojos y las narices, todo, para alegrarse con la
desdicha ajena. Sobre todo en este pueblo; y si no pregúntele a
Berta, ella sabe muy bien y es por eso que se anda ocupando de
lustrar cada día el monumento de su marido. Es como una sombra,
¿sabe?, todos los amaneceres lo mismo. Se levanta al alba, prepara
el balde con agua purificada y no sé cuántos petates, o sí se,
pero no viene a título que se los detalle, le da de comer a los
animales y sale por el camino de piedra que conduce directamente a la
estatua. El gran Fabio Danis. Esa es la imagen que la pobre no quiere
perder. Y no lo hace por amor, no se vaya a creer. El amor es algo
muy difícil por estos pagos, no se da con facilidad. Es como en los
campos muertos, donde ninguna planta puede crecer.
A mi muchos me tienen
miedo, dicen cosas, pero es porque no hablo. Y porque saben que sé.
Mi mamá era muy amiga de Berta, lo fue durante mucho tiempo. Yo era
chica y pasábamos horas en la pescadería que ellos tenían, allá,
cerca de la laguna. En ese entonces Fabio todavía estaba, pero lo
veíamos aparecer poco y ellas aprovechaban para consolarse
mutuamente por tanto abandono. No es que hablaran así, directo, las
cosas por su nombre, pero entre silencio y silencio se acompañaban.
Cuando Fabio volvía, nos teníamos que apurar a cambiar de tema.
Digo nos teníamos, pero en verdad eran ellas las que en un
abrir y cerrar de ojos pasaban de los sueños de abandonar la casa un
día para irse a alguna ciudad sin nombre, a la escasez de la merluza
que comenzaba a azotar en toda la región. Yo, en cambio, no decía
nada. Y Fabio se quedaba ahí, parado o haciendo de cuenta que hacía
algo, hasta que saludábamos y nos íbamos. Hoy pienso que él a mamá
no la quería nada. Le molestaba que fuera una mujer sin hombre,
capaz de seguir existiendo en un pueblo sin posibilidades. Sin
embargo la toleraba y es que no le quedaba otra. A Fabio no le
convenía cuestionar, porque sabía que su mujer sospechaba lo de la
pescadora.
En aquella época todavía
quedaba espacio para la pesca, pero también empezó todo el asunto
del calamar gigante. De la noche a la mañana, los directivos de la
planta procesadora decidieron que no iban a trabajar más la merluza
que les vendían los lugareños y que se iban a dedicar a no se qué
especie que se daba mejor. Claro que esa especie no venía de nuestro
mar y mucho menos se conseguía en la laguna. Los del pueblo pusieron
el grito en el cielo y ahí empezaron los cuentos. Después de unos
años, ya todos hablaban del monstruo de los tentáculos. Hablaban y
hablaban. Y se morían de hambre, porque ya no tenían trabajo. La
planta les ofreció espacio, ofreció un puesto a todo aquel que
estuviera dispuesto a callarse y trabajar. La gente estaba dividida,
y poco a poco se fueron alineando en dos bandos. Por un lado, los que
trabajaban en la planta procesadora y por otro los que no tenían
nada. Esos, partieron casi todos sin decir palabra. Y así fue. Fabio
supo muy bien aprovecharse de los cuentos populares. Una mañana
preparó el bote, cargó un arpón viejo que había sido de un
pariente lejano y le encargó a Berta que no se preocupara. Salió al
mediodía, la poca gente que quedaba lo fue a despedir. Lo vieron
internarse en las aguas, hasta Gala, la pescadora, estaba;
escondida entre los canastos y el muelle, pero estaba. Creo que fue a
la última a la que le dedicó una mirada. Y nunca más volvió.
Cuando los directivos de
la fábrica se enteraron, rápidos ellos, mandaron a construir el
monumento. También quisieron organizar una misa en su nombre, pero
como yo no soy creyente no fui, y no puedo contarlo. A Berta le
pagaron por la pescadería y le ofrecieron una casa mejor, más
grande. La pobre aceptó, pero sólo para que llegara el día en que
volviera a verle la cara a Fabio Danis y así poder decirle que lo
dejaba. Todavía sigue esperando, creo yo; y eso que ya pasaron más
de veinte años.
Yo no pienso volver a
este pueblo seco; sólo lo hago una vez cada tanto, cuando vengo a
traerle flores a mamá o a darle un beso a Berta y a acompañarla en
su silencio. Justo como antes. Usted puede preguntarme, si quiere,
pero esta es la historia que tengo para contarle; lo demás es polvo
y escamas de pescado.
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