jueves, 20 de diciembre de 2012

Qué se yo - 2

Iba en el taxi cuando me llamaron. El obstetra me dijo que al dia siguiente iba a ser madre. Que no me preocupara, pero que iba a conocer a mi hijo.
No me preocupé, ni eso pude hacer.
En realidad no me dijeron que iba a ser madre y que vos ibas a ser padre, me hicieron solo una pregunta: ¿cómo estás para conocer a tu hijo mañana?
No pude responder nada, ¿sabés?, ¿qué iba a decir?
Nada, ¿no?
Me quedé mirando por la ventanilla del taxi cómo nos metíamos en Almagro. Me parece que lloré, pero tampoco estoy segura. Tal vez solo fueron las ganas.
En el barrio de Balvanera, o Almagro, no conozco todas las fronteras de los cien barrios porteños, terminaste de firmar los papeles del crédito, o de la venta de tu casa, ya no me acuerdo, y al rato estábamos sentados en el curso de preparto.
No conozco ninguna frontera. Una frontera es una línea convencional que marca el confín de un Estado. 
Las fronteras pueden ser delimitadas de forma física, con accidentes geográficos o con muros y vallados, aunque no siempre ocurre de esta manera. Por eso se habla de convención: los diferentes Estados acuerdan hasta donde llegan sus respectivos límites; al pasar ese límite (la frontera), se ingresa en el territorio del país vecino.
Creí que no me gustaban las fronteras, ¿sabés?
Así me enseñaron a crecer; en un mundo libre de todo. Libre de rayas, libre de idiomas, libre de escuelas, de obligaciones, de silencios, caricias, bombardeos, montes, amor, resignaciones, palmeras, girasoles, creencias, redes, libre de sueños, liebres de marzo, libre de mi.
El único estado del que no me pude liberar fue el de la culpa.
¿Cómo ibamos a ponernos de acuerdo, entonces? Con mi territorio sin límites, ni precisos, ni sugeridos, ni nada, y tu Estado de sitio permanente?
Nos invadieron, ¿sabés?
Mi Estado era una tremenda porquería y el tuyo no se quedaba atrás.
Así nos encontramos en el hospital, en el centro de la mujer.La gente hablaba de mascotas, de lengüetazos, perros, cobayos, cordones umbilicales, temperatura del agua y gatos; de bebés y mascotas.
Nos quedamos veinte minutos, nos miramos y, en uno de esos gestos que tanto se han desgastado entre nuestras costumbres, nos dijimos vamos.
¿Cómo podés no acordarte?
De nada
¿Será que la guerra nos ganó?
¿Que las convenciones destrozaron ese mundo que planéabamos juntos?
Me niego a semejante intromisión.
En Argentina el estado de sitio se declara en caso de conmoción interior o de ataque extranjero que pongan en peligro el ejercicio de la Constitución. Me pregunto cuáles serán los límites de ese barrio, ¿sabés?, el de Constitución.
Nos hubiéramos constituido como dos personas diferentes, con sus calles, sus estaciones de tren, sus hoteles de pasajeros, sus autopistas terminando en abismo, su FOT irreverente, sus árboles añejos, sus olores casi centroamericanos.
Ahora me acuerdo. Uno de sus límites es la avenida Independencia. De haber sabido trazar nuestras fronteras, ¿hubiéramos podido ahorrarnos el conflicto?
Y sin embargo, Constitución es ahora un barrio cortado, mutilado, con zonas sin recuperar, abandonadas; un lugar sin demasiado futuro inmobiliario promisorio.
Ahora me dicen que hay que saber poner límites. Que hay que saber de fronteras, ¿sabés?
Qué se yo...



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