miércoles, 2 de enero de 2013

Las lágrimas

Las campanas de la iglesia sonaron diez veces. El repicar se desparramó por todas las calles y más allá del límite del caserío. Cuatro hombres adustos levantaron el cajón; esperaron un instante y empezaron a andar. Los seguía un grupo considerable de gente, un conjunto homogéneo, abrigado. Marchaban en silencio y, sin llorar, se perdieron en dirección hacia el cementerio.

Al mismo tiempo, en el interior de una habitación, una mujer se expandía en un grito ahogado, tenía las piernas abiertas y de sus entrañas manaba un charco de sangre, preludio inevitable de la llegada de una nueva vida al mundo. La partera levantó al recién nacido y lo depositó en los brazos del padre. Inmediatamente caminó hasta la cama donde estaba su esposa y le mostró el nuevo integrante de la familia. La besó en la frente, pero los lagrimales de la mujer permanecieron secos.
Cerca de un jardín, del otro lado del canal, varios chicos se entretenían juntando flores. Uno de ellos cortó una rosa y al hacerlo, una espina se hundió en el centro de la yema de su dedo anular. Todos corrieron a ver si el herido se encontraba bien. Se miraron, vieron brotar el líquido carmesí y nada. Las cejas del damnificado se arquearon apenas y volvieron a su lugar.
La mamá de Tibor cerró la ventana, para evitar que entrara la nieve y se sentó junto a la mesa, a esperar su llegada. En la calle, Tibor avanzó, con la misma cadencia que todos lo que transitaban por ese y cualquier camino del pueblo. El hielo rechinaba bajo el peso de sus botas de goma; alrededor, las casas se ordenaban simétricamente unas junto a otras; sobre el techo rojo apagado, las chimeneas exhalaban un humo más blanco que el blanco sucio del cielo. Vista desde arriba, la ciudad dibujaba una estrella perfecta, como aquellas que se cuelgan en las ventanas en los países de navidades frías.
Durante el trayecto, Tibor se cruzó, también con majestuosa concordancia, con unos pocos transeúntes. Primero con un hombre viejo, de arrugas congeladas, escondidas apenas, por una bufanda de colores parcos. Su encuentro delimitó una cruz en el piso resbaloso. El viejo pasó primero, Tibor le siguió después, para completar la geometría superior del diseño. Le siguió una mujer joven, que pasó a su lado, envuelta en un abrigo de piel que le cubría desde las pantorrillas hasta el cuello y subía hasta el nacimiento de las fosas nasales. Y, por último, con una niña mínima, enfundada en un tapadito verde. Tibor creyó ver una mueca en la expresión de la niña, un gesto claramente dedicado a él. Pero no podría haber dicho nunca que se trataba de una sonrisa porque él no la conocía, ni la había visto jamás. A poco más de andar, llegó al frente de su casa. Se limpió los restos de hielo, rascando sus botas contra la alfombra áspera y empujó la puerta de madera añeja. Un vendaval de aire caliente le acarició la cara. Ni bien hubo entrado, su cuerpo experimentó una breve confusión climática: los miembros inferiores estaba aún entumecidos, mientras que el resto de su anatomía había comenzado, desde hacía unos segundos, a disfrutar de las ventajas de tener un hogar prendido a toda hora.
La mamá de Tibor recibió al recién nacido con unos brazos casi ajenos, que de a poco se fueron ablandando. La partera reaccionó justo a tiempo, para evitar que el cuerpo sin dominio propio aún, rodara desde la cama hasta el piso. El padre de Tibor empalideció. El bebé finalmente abrió los ojos y gritó. Aulló durante una eternidad igualita a la que envuelve a los que llegan al mundo sabiéndose huérfanos de antemano.
Y lloró. Miles de curvas continuas sin tangente que se fueron a pegar a todos los cristales habidos y por haber en aquel pueblo.
Hubo una lluvia engelante.
Tibor subió las escaleras. En el último piso y detrás de un ventanal de vidrios repartidos, estaba parada la figura de una mujer, su alma y su corazón descansaban en el interior del cuerpo. Mientras todas estas partes dormían, entregadas a la visión sonámbula de miles de territorios lejanos, por sus mejillas rodaban gotas gruesas de océano. Casi tan saladas, pero más agrias y dolorosas. Su pelo era de un negro muy intenso y tenía la piel de una muñeca de cera. Así de lozana e inalcanzable, Tibor conoció a su mamá, por primera y última vez.

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