Las
campanas de la iglesia sonaron diez veces. El repicar se desparramó
por todas las calles y más allá del límite del caserío. Cuatro
hombres adustos levantaron el cajón; esperaron un instante y
empezaron a andar. Los seguía un grupo considerable de gente, un
conjunto homogéneo, abrigado. Marchaban en silencio y, sin llorar,
se perdieron en dirección hacia el cementerio.
Al mismo tiempo, en el
interior de una habitación, una mujer se expandía en un grito
ahogado, tenía las piernas abiertas y de sus entrañas manaba un
charco de sangre, preludio inevitable de la llegada de una nueva vida
al mundo. La partera levantó al recién nacido y lo depositó en los
brazos del padre. Inmediatamente caminó hasta la cama donde estaba
su esposa y le mostró el nuevo integrante de la familia. La besó en
la frente, pero los lagrimales de la mujer permanecieron secos.
Cerca de un jardín, del
otro lado del canal, varios chicos se entretenían juntando flores.
Uno de ellos cortó una rosa y al hacerlo, una espina se hundió en
el centro de la yema de su dedo anular. Todos corrieron a ver si el
herido se encontraba bien. Se miraron, vieron brotar el líquido
carmesí y nada. Las cejas del damnificado se arquearon apenas y
volvieron a su lugar.
La mamá de Tibor cerró
la ventana, para evitar que entrara la nieve y se sentó junto a la
mesa, a esperar su llegada. En la calle, Tibor avanzó, con la misma
cadencia que todos lo que transitaban por ese y cualquier camino del
pueblo. El hielo rechinaba bajo el peso de sus botas de goma;
alrededor, las casas se ordenaban simétricamente unas junto a otras;
sobre el techo rojo apagado, las chimeneas exhalaban un humo más
blanco que el blanco sucio del cielo. Vista desde arriba, la ciudad
dibujaba una estrella perfecta, como aquellas que se cuelgan en las
ventanas en los países de navidades frías.
Durante el trayecto,
Tibor se cruzó, también con majestuosa concordancia, con unos pocos
transeúntes. Primero con un hombre viejo, de arrugas congeladas,
escondidas apenas, por una bufanda de colores parcos. Su encuentro
delimitó una cruz en el piso resbaloso. El viejo pasó primero,
Tibor le siguió después, para completar la geometría superior del
diseño. Le siguió una mujer joven, que pasó a su lado, envuelta en
un abrigo de piel que le cubría desde las pantorrillas hasta el
cuello y subía hasta el nacimiento de las fosas nasales. Y, por
último, con una niña mínima, enfundada en un tapadito verde. Tibor
creyó ver una mueca en la expresión de la niña, un gesto
claramente dedicado a él. Pero no podría haber dicho nunca que se
trataba de una sonrisa porque él no la conocía, ni la había visto
jamás. A poco más de andar, llegó al frente de su casa. Se limpió
los restos de hielo, rascando sus botas contra la alfombra áspera y
empujó la puerta de madera añeja. Un vendaval de aire caliente le
acarició la cara. Ni bien hubo entrado, su cuerpo experimentó una
breve confusión climática: los miembros inferiores estaba aún
entumecidos, mientras que el resto de su anatomía había comenzado,
desde hacía unos segundos, a disfrutar de las ventajas de tener un
hogar prendido a toda hora.
La mamá de Tibor recibió
al recién nacido con unos brazos casi ajenos, que de a poco se
fueron ablandando. La partera reaccionó justo a tiempo, para evitar
que el cuerpo sin dominio propio aún, rodara desde la cama hasta el
piso. El padre de Tibor empalideció. El bebé finalmente abrió los
ojos y gritó. Aulló durante una eternidad igualita a la que
envuelve a los que llegan al mundo sabiéndose huérfanos de
antemano.
Y lloró. Miles de curvas
continuas sin tangente que se fueron a pegar a todos los cristales
habidos y por haber en aquel pueblo.
Hubo una lluvia
engelante.
Tibor subió las
escaleras. En el último piso y detrás de un ventanal de vidrios
repartidos, estaba parada la figura de una mujer, su alma y su
corazón descansaban en el interior del cuerpo. Mientras todas estas
partes dormían, entregadas a la visión sonámbula de miles de
territorios lejanos, por sus mejillas rodaban gotas gruesas de
océano. Casi tan saladas, pero más agrias y dolorosas. Su pelo era
de un negro muy intenso y tenía la piel de una muñeca de cera. Así
de lozana e inalcanzable, Tibor conoció a su mamá, por primera y
última vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario