Georges
Perec, a quién acabo de conocer, no se si diría algo así como que
tenía una necesidad vital de elaborar su propia historia, a partir
de la reelaboración de imágenes y recuerdos y para eso se valía de
la descripción minuciosa de detalles aparentemente nimios o
cotidianos, ajenitudes que pudieran ubicarlo como un personaje más
de esa historia vivida, pero narrando desde afuera.
Es complicadísimo
para mi de explicar, ¿sabés? Sobre todo porque fue un señor muy
prolífero y que pensó infinidad de cosas, caóticas para mi
capacidad de asociación o de sinapsis, un tipo que dio conferencias,
entrevistas, escribió para una radio algo así como un listado o un
top 50 de las cosas que le hubiera gustado o le gustaría hacer antes
de morir, de eso saltó a hablar de ñoquis, de judíos, de su padre
muerto en la guerra o su madre en un ghetto.
Perec
describió también escenas de la inmigración en los Estados Unidos,
travesía de la que nunca formó parte in situ, pero que lo inscribe,
sin embargo, como un siempre posible sujeto-pieza de una
vivencia colectiva. Al parecer, con todo este merengue que yo entendí
mal, o que el explicó demasiado bien, logró hacer muchas cosas que
lo ayudaron tampoco sé en qué. Pero lo ayudaron al fin.
Me
encantó ese libro, se llama Nací.
Es una autobiografía (o algo por el estilo, ni siquiera de eso estoy
segura), que se me antoja bastante fiel a lo que una autobiografía o
biografía debería ser. Lejos de armar un relato cronológico y
ordenado, Perec elige trazos, recortes, muchas ideas, huellas
infantiles, huellas o pisadas, porque ya no es tan niño, como el
olor de un espacio, los colores de un barrio, habla a propósito del
recuerdo, se vale de todo tipo de artilugios disociados a priori y
con eso logra armar un verdadero y excelente testimonio de vida. No a
la manera de las novelas de ficción cautelosamente premeditadas
sino, armando un collage en el que vida propia y ajena se pisan, se
apelmazan, hace de las impresiones individuales, un testimonio
global, o al revés.
Quizás no entendí nada, ¿sabés?
Pero así me pasa con los libros que
me gustan; se me escurren del hilo encorsetado y de las palabras no
me quedan más que impresiones indelebles.
Ni siquiera me da ganas de justificar
lo que entiendo o dejo de entender, ¿sabés?
Estoy harta de las reglas y las
academias y las corrientes y las definiciones. El habla sirve para
describir al mundo, algo así dicen, ¿sabés?
Yo no estoy tan segura, más bien a mi
me sirven para intentar, en un esfuerzo infrahumano, nombrar otras
cosas que no son sólo cosas. Cosas a las que apenas si puedo
encontrarles adjetivos, sustantivos o verbos malformados y que nunca
me alcanzan.
Veo a un señor que parece un cartero,
tiene el pelo blanco, lleva un morral negro que le atraviesa el
tórax, lo veo desde el balcón del piso Once B. Nos separan una reja
negra que ya debería pintar para que no se la coma el óxido, una
malla de protección para chicos que también está negra y que
quisiera fuese de tanza y no de hilo sucio como es; en el medio el
gran pulmón de manzana que a veces nombro, los edificios antiguos y
los más modernos intercalados, las ampelopsis que siguen en su
ascenso indiscrimando hacia el fin de las medianeras; vuelvo más acá
y mis plantas, muchas marchitas porque ya no estoy dándoles los
cuidados que necesitan, las palomitas torcazas que a esta hora no
están pero que igual forman parte de este pozo de naturaleza. Y el
señor, el cartero otra ez, que salió de una puerta verde de chapa,
caminó con su morral sobre la membrana plateada, se acomodó el
morral para subir por una escalera caracol, otra vez, negra, llegó
hasta el segundo piso de la azotea vecina, recorrió el camino hasta
la otra puerta verde de chapa, no por los baldosones de madera que
ofician de sendero si no justo por el costadito, abrió esa misma
puertita verde menos oxidada que la de la planta inferior de la
azotea, cerró la puerta. Pasaron unos minutos, volvió a salir y
deshizo lo andado, para irse por donde llegó. Ni siquiera llevaba
algo nuevo con él, ¿sabés?
El cartero que no es cartero, o no lo
sé, no sabe que lo seguí en ese fragmento de su vida que nunca va a
volver a repetirse.
Y
ni siquiera es relevante. Pero a mi me sorprende haber presenciado
tamaña nada. Me digo sin hablar: estupefacta, asombrada,
atónita, maravillada, interrogante, ¿contemplación?.
Muda, eso seguro. Porque las palabras, como me escribiste una vez,
casi nunca quieren decir lo que dicen.
No tengo ni la menor idea de por qué
te cuento esto.
Qué se yo...
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