De
pronto estoy descableada. Tardo tanto en sentarme, por fín, a
escribir, y ¿qué?
Estoy
descableada. No sé cómo atacar este blanco con esta lapicera
fuente.
Descableada
podría ser muchas cosas, conociéndome, ¿sabés?, pero no es ni más
ni menos que la falta de un cable imprescindible para poder conectar
mi notebook. Y escribir. Y ver lo que ya te escribí. Y releerte.
Porque cada cosa que pienso es mi modo de releer tu ausencia. Así,
volvés, para poder irte. Yo te voy, en una conjugación reflexiva y
concienzuda; caprichosa y necesaria para serme libre.
No
sé quién sos. Y sigo pensando - o creyendo, que tiene más de
doctrina y convicción-, que la culpa la tuvo la casa. No voy a
justificar, ni a aducir razones, es parte del proceso, ¿sabés?
Veo
tu mandíbula apretada, tu desaparecer en cuerpo, tus manos, esas
casi transparentes que tenés, tu rictus. Todo
eso veo y me digo ¿por qué la felicidad puede provocar tal rigidez?
Queda
mal escribir para otros. Algo así dice Rivera en un librito muy
interesante. Queda mal escribir para que otros lean. O queda mal
escribir sólo para los otros.
No
entiendo, ¿sabés? Por eso escribo poco últimamente. Con este
asunto de las voces, o la voz a la que tendría que estar regresando,
termino bastante mareada. Tengo muchas, ¿sabés? Quizás muchas que
se me fueron instalando, que supieron tomarme como a una de esas
casas aniquiladas que inundan nuestro querido barrio. Porque tuvimos
un solo barrio, nosotros.Y por eso, mejor que sea querido, aunque
podamos odiarlo tanto.
Tal
vez yo sea también una casa vieja; un hotel de pasajeros, una
pensión o un PH chorizo tomado. Entonces, en los años que empezaron
a pasar a partir de que volvimos a la Argentina, distintas voces
fueron llegando a mis cimientos. Algunas lo hicieron solas,
masculinas, cargando un bolso deportivo de los '80 y bolsas repletas
de zapatillas gastadas, un juego de mate, una frazada rota. Otra voz,
con pretensiones de poeta, con escritos sobre el amor y el olvido,
mecanografiados e impresos, con tapa de cartulina y todo, para ser
vendidos a “lo que considere que valga” en la plaza Dorrego del
atardecer.
Debe
haber alguna mujer, además. Deben haber unas cuantas, ¿sabés? Una
sola no podría hacerme perder tanto el horizonte; una chica joven,
de provincia, que trabaja por hora en casa de familia. Una chica
sola.
Pero
no todas son voces miserables. Hay ricachonas también. Si no, nada
de esto tendría sentido.
No
importa cuántas voces sean, ¿sabés?, lo que sí sé es que hay dos
orillas. Y en el medio corre un hilo de agua dura que me separa de lo
que se supone debería ser. Y así soy. Puedo saltar ese río sin
mojarme. Siempre, los que acaban mojados son los otros. Yo no. Se ve
que a las personas no les despiertan simpatía las verdades secas.
Me
quedo sola. Soy la casa derrumbada, sabés?
A
la única voz a donde podría volver, una mía entera, es a la voz de
los cinco años. Y esa, esa es, justamente, la más inaceptable de
todas. No tiene tierra. Ni agua. No tiene lugar. Es sólo un murmullo
que insiste. Es la voz más agazapada que haya oído nombrarse a sí
misma alguna vez. Yo la oigo. Todos los días. Y en tanto querer
callarla, más infinita la fila de ocupantes en mi vieja
construcción. ¿Sabías?
En
conclusión, que todo este prólogo es sencillamente para matar el
rato que dura el vacío.
Te
escribo una última carta, una última de las miles que te voy a
tener que escribir antes de que este rato incómodo por demás,
efectivamente, pase.
Una
carta dentro de otra carta.
Vos:
Ojalá
no hubieran pasado los 28 minutos antes, desde que estábamos
sentados en el bar de Perú y Estados Unidos, hasta que volví a la
mesa y me abrazaste la mano. Ojalá el tiempo se hubiera quedado
dormido ahí, conmigo, en el baño. Ojalá se hubiese dejado caer
como lo hice yo, sentada en el inodoro, con la cabeza hacia abajo,
las ganas de vomitar hasta mi nombre y una nube de urracas en la
cabeza.
Los
segundos, entre esos 28 minutos y el momento en que volví a sentarme
frente a vos, frente a la botella de vino que compartíamos, se
hicieron eternos.
Si
hubiese sabido que en ese lapsus de desconocimiento total estaban
contenidos todos los no sabés de
los próximos dos años, nunca, pero nunca, te hubiera dicho:
- Dale, vamos a comer algo juntos.
Me
hubiera ido con mi pánico entre las piernas, lo hubiera guardado en
la cartera, dentro de la Marquesa de Larkspur Lotion; lo hubiese
escondido entre las pegatinas de Frankensteins o entre las consignas
de ejercicios para actores que tanto nos costaban armar. Hubiera
matado al tiempo, si el miedo a volver a Defensa con todos mis gritos
no me hubiese empujado a semejante arrebato de supervivencia.
Hubiera
mentido, ¿sabés?
Pero
en un descuido de esos tan habituales en mí, no, me dejé arrastrar
por la confianza que inspira el condicional:
- Si fuera a algún lado con vos, tal vez dejaría de sentirme tan mal. (Me dije esto entre paréntesis)
No
me hubiese muerto en ese volver.
Pero
tampoco te estaría escribiendo ahora
Buen
viaje,
Yo
No hay comentarios:
Publicar un comentario